Un simpático taxista nos llevó a la estación de autobuses de Mandalay. Nuestra intención era hacer un trayecto de 6 horas en autobús hasta la ciudad de Hsipaw (famosa, también, por sus rutas de trekking) para, a la mañana siguiente, deshacer gran parte del camino en tren hasta Pyin Oo Lwin. Parece una estupidez a simple vista, y lo sería si se tratara de cualquier otro tren. Porque hablamos de la famosa e histórica línea que cruza el Viaducto de Gokhteik.
Para que os hagáis una idea, este viaducto es una de las más impresionantes maravillas de la ingeniería de Birmania.Construído por los británicos coloniales a principios del Siglo XX, este espectacular puente ferroviario es el puente más alto de Myanmar y, cuando se terminó en 1.900, fue el caballete de ferrocarril más grande del Mundo; y siguió siéndolo por varios años.
El autobús fue, sin duda, el peor en el que nos subimos. Pero en cambio el viaje no se hizo largo, supongo que todos dormimos mucho debido al cansancio. Llegamos de noche a Hsipaw y ya sólo hubo tiempo de dormir.
A la mañana siguiente teníamos que coger nuestro tren a las 9:30 por lo que teníamos tiempo de sobra para desayunar. Pero yo, que ya me sé alguna, decidí madrugar y acercarme a la estación sobre las 7, por si acaso. Y ¿sabéis qué? Pues que traía un retraso de 3 horas y media y que hasta las 13:00 no pasaba. Menos mal que fuí porque si no hubiéramos pasado un huevo de horas ahí tirados con las maletas. En cambio nos dio tiempo de desayunar tranquilos y de visitar algunas ruinas como las de Little Bagan o un par de monasterios (uno con un Buda hecho de bambú). La única cosa que nos reconcomía era si íbamos a llegar a tiempo al viaducto para verlo con suficiente luz del día.
Llegados a la estación, compramos nuestro billete y nos dispusimos a esperar. Cuanto más se acercaba la hora, más nos acercábamos nosotros a las vías y, como no sabíamos desde donde llegaba, pues mirábamos sin parar a cada lado.
Al fín aparecía por el horizonte, muy puntual dentro del retraso, a las 13:00 en punto. ¡Si señor!
Sin ninguna duda era el tren más rústico en el que nos habíamos subido. Su estructura metálica, casi sin mantenimiento alguno, nos transportó a la época de las colonias. Y los latigazos constantes de las ramas contra las ventanas nos obligaban a mirar hacia afuera en todo momento. Un tren que marcha a 30 km por hora da para muchos ratos de ocio dentro de él. Allí pudimos cambiar de orientación nuestros asientos, sacarnos unas fotos, comprar suministros varios (helados y todo) y practicar nuestras poses para cuando llegara el momento estrella, el paso por el afamado viaducto. Todo iba bien, todo muy tranquilo. Lo que cambia la vida en un sólo momento...
No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. Y eso es lo que debí sentir en aquel instante en el que, preparándome para tomarme los mejores selfies en el viaducto, una inoportuna rama de platanera me limpió el móvil de mis manos. Y mientras lo veía caer, sinceramente no me estaba creyendo lo que me acababa de ocurrir. Cientos de fotos, montones de documentos, de posts del blog, contactos, conversaciones... Todo se fue por la ventana de un tren que iba a 30 por hora y que no podía parar. Y la verdad es que pensé más de mil escenarios en un segundo pero sólo se me ocurrió decir: ¡mi móvil!
La gente reacciona en estado de shock de muy diversas maneras, a mi me dio por pensar qué coño había acabado de pasar; y a otras, como son las chicas del grupo, les dio por gritar. Algo que nunca hubiera hecho yo pero que, milagrosamente, surtió efecto. Será por la vehemencia de Marina y María y la ternura del pueblo birmano que pareció que, en vez de un móvil, me había caído yo por esa ventana. Y sí, lograron parar ese tren centenario para que Jesús y yo tuviéramos la oportunidad de correr durante un kilómetro y medio por esas vías maltrechas y llenas de ortigas con la esperanza de encontrar el móvil y de volver a tiempo para que ningún guiri me matara por haberle privado de su foto a la luz del día con el viaducto de fondo.
Tras un buen rato corriendo y tropezándome sin parar llegué al sitio donde cayó mi teléfono, aún quedaba adrenalina para recorrer de nuevo toda la vía a tiempo para cruzar el viaducto de día. Entre lo dos nos animamos para superar la distancia hacia el tren que seguía parado (después me enteré de que Marina estuvo presionando y mucho para que me esperaran un poquito más, porque se iban y nos dejaban en tierra). Al final todo quedó en un susto y, aunque destrozados por el esfuerzo, todos los viajeros pudimos cruzar el famoso puente a la luz del día. ¡Menos mal! Y las risas entre los cuatro fueron lo mejor del resto de un trayecto lleno de miradas furtivas llenas de odio por parte de los turistas del aquel vagón.
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